lunes, noviembre 19, 2007

pàjaro rojo de plumaje irreal

Nada que se defina como indispensable para que una ciudad funcione (semàforos, iluminaciòn, calles aptas, plazas arboladas, veredas limpias, etc) son verdaderamente útiles si dicha ciudad no tiene al menos un cementerio capaz de contener la parte mas indigesta de su pasado en un solar amplio, vestido con manifestaciones culturales donde el arte proyecte su sentencia atemporal. Solo asi la vida se harà deseable y el sentido de vivir (sabiendo que el crapulaje tendrà su lugar de privilegio en las sombras) mantendrà el ìmpetu o la mìstica que la delecten.
Por otra parte todas las calles que conducen a un cementerio suelen estar (al menos 300 metros antes de llegar al camposanto) poseidas por un misterioso halo de luz que las descubre, animándonos a nosotros, pobres mortales, circunscribir la tarea de refugiarnos en su cadencia, cual rateros de páramos.
He recorrido la mitad de los cementerios que hay en el mundo. Desde el Humahuaqueño cementerio Coya al helado Panteòn Darwiniano en sur de Olgsfrot, pasando por las pantanosas enramadas del salvaje verdor del cementerio de Venecia, siempre he notado que la muerte reposa en la inquieta ilusiòn de los falsarios y esta frase imperdonable y tramoyesca merece una explicaciòn: la muerte falsifica las cartas del juego, dice que juega sin comodines y guarda uno escondido en la guadaña, tiene 27 de mano pero miente y canta 29, a veces reparte cartas de un mazo fantasma y cuando estàs a punto de ganar la partida se incendian y te queman los dedos de la mano.
Pero a no sucumbir humanos rapaces, siempre uno puede intentar vincularse con otras parcas deidades; nada tan mistongo como la muerte misma huyendo de sí. Si lo sabrás vos que has ayunado largo y tendido pa' poder abrazarla y devorarla al fin.